--Con un nombre como el tuyo --me ha dicho mi agente invisible --no se va a ninguna parte.
--¡Pues en la oficina del paro no le han puesto pegas!--le he contestado en un arrebato de orgullo ahidalgado. A lo que ella (mi agente literario) me ha respondido certeramente con un guiño, más de burla que de complicidad. Es lo malo de los agentes invisibles: que como son inventados, siempre tienen razón.
--Mira Zapatero, por ejemplo --me ha contado después, con un tonillo de superioridad.
--¿Quién se acuerda del Rodríguez? De momento, sólo los periodistas extranjeros, hasta que se enteren de que pueden ahorrarse el trabajo de intentar pronunciar tanta erre, y dejarlo sólo en ZP. Y la lista sería interminable. Felipe se pudo permitir el González porque es mucho Felipe, pero de ésos sale uno por siglo, acaso dos, y el otro, para más inri, tiene hasta tu nombre de pila. Hay que ser un pedazo de poeta para llamarse Ángel González y además hacer de ello un buen poema. De García, ¿qué te voy a contar? Como no venga avalado por el genio y un Lorca (o un Márquez) bien plantados, resulta un nombre imposible para quien quiera llegar a medianamente reconocido. Fíjate en el granadino, y encuéntrame alguien que hable de él como Federico García. De Benito Pérez mejor será no hablar, porque no se iba a enterar nadie.
La evidencia era apabullante, pero mi agente invisible ha seguido dale que te pego con varios ejemplos más de que no se puede ir por la vida llamándose, como un servidor, Ángel Miguel González García, y pretender escribir cosas y que un día salgan libros de uno en los escaparates de la Gran Vía. Así que he desenchufado a mi agente literario, y me he decidido a solucionar el tema, antes de que la fama me caiga encima, sin haber tenido tiempo de montármelo en plan seudónimo pegadizo. He probado con varios, jugueteando con antiguos motes de barrio, apellidos altisonantes, distantes y espléndidos, o nombres de guerra de aquellos que, a fuer de simples, evocan de todo un poco.
Ninguno me ha satisfecho en lo más mínimo. El problema es que no consigo sentirme identificado con ninguno, y no me gusta imaginarme firmando libros en el FNAC con el nombre de un señor que, francamente, nunca me hará volver la cabeza, por mucho que quiera meterme en el personaje. He probado después con los segundos apellidos de mis señores padre y madre, pero el resultado ha sido muy parecido al original. Y es que no se puede ser tan del montón, que hasta remontándome a los abuelos no encuentro más que péreces, ramíreces, garcías y otros tan pedestres, que no hay manera de elevar el caché genealógico, aunque sea sólo el de tipo fonético. Y es que hay apellidos que, a pesar de plebeyos, tienen un nosequé, que suena bonito, como Aznar o Zapatero (y cito a los dos, intencionadamente, para que se vea que me refiero a la sonoridad del nombre, no a las connotaciones que pueda suscitar al ser oído).
Convencido de que, buscando en el acervo familiar (tan limitado, por otra parte), no hallaría apellidos pegadizos o distinguidos, he querido acudir a los posibles nombres que, de no haber decidido mis padres el de Ángel, podrían haberme adornado el DNI. ¿Quién no ha oído alguna vez las anécdotas e historias sobre “el nombre que quería ponerte papá”, o sobre la obsesión de la abuela “porque te pusiéramos el de su madre”? En mi caso, y como nací un 15 de mayo, parece ser que a punto estuve de llamarme Isidro, un nombre que de pequeño me aterrorizaba a toro pasado, pero que hoy en día me daría al menos un toque de originalidad castiza y labradora.
Descartada la enmienda parcial a la decisión bautista de mis queridos progenitores, sobre todo porque no me hallo dentro de un nombre tan de feria como Isidro, y tampoco de su etimológico Isidoro (mote del Felipe González de la clandestinidad), he pensado en una estrategia ideal. Así como no es lo mismo llamarse Leticia que Letizia, Bakero que Vaquero, Javier que Xabier, o Carmona que Karmona (éste último es mi favorito), tampoco será igual llamarse González que Quntsali, ni García que G’artzai. Y por semejante regla de tres, el Ángel lo pienso cambiar por Ahe (con la hache aspirada y nasalizada), y el Miguel de mis desdichas por un Malik morisco.
Me justificaré: González suena a guía de teléfonos, pero en algún momento un visigodo (quién sabe si hasta un suevo, alano o vándalo) se llamó con el etniquísimo nombre de Gündsalf, o algo semejante, de evocaciones no sólo exóticas sino casi wagnerianas. Yo, que no soy muy aficionado a lo valquirio ni me arrimo a lo teutónico, me quedo en cambio con una versión supuestamente mozárabe del González clásico, porque hace falta investigar un ratito para demostrarme que no se pronunciaría así el cotidiano apellido en el Toledo del siglo X. Ergo, Quntsali me quedo, hasta que un lingüista como Dios manda me ponga en mi sitio.
En lo que respecta al García sin Lorca con que adorno los espacios a rellenar donde dice “segundo apellido”, me puse a mirar un poco por aquí y por allá, para encontrarme con que lo más probable es que sea de origen euskalduna como la madre que me parió es extremeña. Dicen que puede que García tenga que ver con la raíz Artz- que es como decir “oso” en lengua protovasca, prerromana e ibérica de bellota, que es algo como muy étnico y que queda como que muy original. Porque reconocerán conmigo que es mucho más interesante la historia de López (que debe venir de Lupus “lobo” en latín) una vez que se conoce el origen animal y totémico de dicho apellido. Y es que, para firmar novelas, Antonio López Antón queda muy del montón, mientras que Lobo Antunes en la portada del libro da ganas de leerlo.
En cuanto al Ahe (con hache aspirada y medio nasalizada), viene a ser la representación ortográfica de cómo pronuncia el nombre Ángel la gran mayoría de mis paisanos, y de cómo lo dice uno en las pocas ocasiones en que se ve obligado a pronunciar el propio nombre. Y como ahora que no está el PP, los nacionalismos han dejado de ser el coco (el andaluz, de hecho, ha dejado de ser y punto), pues eso: Ahe. Lo del Malik es ganas de fastidiar al clero, y montármelo en plan revisonismo histórico. Y, si suena a tontería, respondo que Carmona está en la provincia de Sevilla, y que la ce (mayúscula) se la pusieron los romanos, o que vaca se escribe con uve, menos la del coche, pero de ésas ya casi no hay, porque si llevas mucho equipaje te compras un monovolumen.
Firmao:
Ahe Malik Quntsali G’artzai
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
yo tuve una época en la que firmaba como..........
LUIS SENCILLO !!!
juas!
la verdad es q me he echado unas risas con el Ahe. Con lo del centeno... la verdad es q no lo leo desde los tiempos de Mantolán.
hasta luego!
Publicar un comentario