21.4.08

Porno, vol. II

Ladinas miradas de soslayo a la Raquel esta, discretas y furtivas, lanzadas durante los lapsos en la conversación, me indican que sus expectativas se reducen con cada semáforo que dejamos atrás. Aunque es bastante parlanchina, y con la feroz resaca del fin de semana, me cuesta bastante mantener la conversación. Además, cuando has ligado y sabes que estás en puertas, se produce una sensación de anticlímax. Has vuelto a casa con ella, así que follar, follas, no hay mamoneos, pero a partir de ahí el ritual se vuelve de lo más deprimente. Empiezas a conversar sobre trivialidades y de ahí pasas a los numeritos tipo Benny Hill.
Y ahora lo más difícil es escuchar, aunque también lo más importante. Es importante porque veo que ella tiene más necesidad que yo de fingir que todo esto tiene un barniz social y es, al menos en potencia, algo más que un polvo, algo más que lujuria animal. Pero, por mi parte, entran ganas de decir "cierra la puta boca y bájate las bragas, nunca más volveremos a vernos, y si nuestros caminos se cruzan disimularemos nuestro bochorno con estoicismo y fingida indiferencia, mientras yo pienso, aborrecido, en los ruidos que haces al follar y la cara de arrepentimiento que se te pone al día siguiente". Hay que ver cómo solamente sobresalen los puntos negativos, cómo es lo único que de algún modo perdura en el recuerdo.
Pero esto no puede seguir así, porque ya hemos llegado al final de la escalera y entramos por la puerta, mientras yo me disculpo por el "desorden" y lamento que lo único que puedo ofrecerle para beber es brandy. Mientras ella sigue dale que te pego, yo contesto, "sí, Raquel, estuve viviendo en EEUU", mientras sirvo las copas. Estoy encantado de encontrar un juego de auténticos vasos de brandy sin abrir.
"Uy, es tan bonito. Fui a Nueva York hace un par de años. Lo pasé de maravilla", me informa mientras curiosea entre las cajas de discos.
A oídos de un arrabalero ésa tendría que haber resultado una afirmación burda y odiosa, pero suena de lo más agradable mientras meneo juguetonamente el brandy de una de las copas.
Admiro su elegancia, su piel impecable, y esa sonrisa generosa que enseña los dientes cuando dice "... The Velvet Underground..., Barry White..., The Sonics..., tienes un excelente gusto musical..., ¡aquí hay una caja entera de soul y garage!"
Y no es sólo la agradable sensación de bienestar que proporciona el brandy, porque cuando ella recoge su copa de la mesita de café manchada noto cómo la cremallera imaginaria de mi vientre empieza a bajar y pienso: AHORA. Ahora es el momento de enamorarse. Sólo tienes que bajar esa puta cremallera y dejar que la entraña del amor os envuelva a ambos en un turbio embeleso, mientras ese toro salvaje y esta vaca loca suben a bordo del barco de amor. Mirarse estúpidamente a los ojos, decir chorradas, engordar. Pero no. Hago lo de siempre y utilizo el sexo como medio de socavar el amor abalanzándome sobre ella, disfrutando de su azoramiento-para-guardar-las-apariencias; y nos morreamos, nos desnudamos, nos toqueteamos, nos lamemos, nos incitamos, y follamos.
Nos dormimos y a la mañana siguiente, yo me levanto, dejándole una nota que la informa de que entro a trabajar temprano y que le daré un toque. Me acerco al café de enfrente y le doy sorbos a una taza de té, esperando a que baje ella. Se me humedecen un poco los ojos al pensar en su hermoso rostro. Fantaseo con la idea de volver a subir esas escaleras, quizá con unas flores, abrirle mi corazón, jurarle amor eterno, hacer de su vida algo especial, ser ese príncipe montado en un blanco corcel...
Es una fantasía tan masculina como femenina. Pero no es más que eso, una asqueante sensación de desamparo que se apodera de mí. Es fácil amar (u odiar, ya puestos) a alguien ausente, a alguien a quien no conocemos en realidad... y en eso yo soy un experto. Lo otro resulta más difícil.

7.4.08

Porno

"Las Tías". A veces llegan a ponerse un pelín negativas. Maldigo mi falta de conocimientos sobre ellas.
He conocido a unas cuantas, pero mi rabo siempre se ha interpuesto entre ellas, yo y algo más profundo.

Empiezo a recordar, en un intento por recolonizar mi mente retorcida y calenturienta, a desplegarla y fragmentarla en unidades de perspectiva. Se me vino a la mente que de hecho había estado en casa. Volví deprimido a casa aquella mañana, tras haber consumido la última copa, y empecé a sudar ante mi delirante sueño alcohólico.
Un coche de policía pasa con la sirena ululando por mi calle en busca de un paisano lento al que lisiar mientras me estremezco y vuelvo a la realidad.

La insípida pero sórdida naturaleza de la fantasía que me rodea me produce cierto desasosiego, pero solamente sucede porque, según mi raciocinio, es el bajón quien hace que esas feas reflexiones (que tendrían que ser fugaces) perduren, atasquen las cañerías y obliguen a uno a lidiar con ellas. Me quita las ganas de levantarme, aunque pasará un tiempo antes de que pueda a volver permitírmelo, lo cual carece de relevancia cuando uno no ha dormido.

Los sábados de calabazas dan mucho de qué pensar.